Lo conocí en la Ciudad
Herótica. Pensé que sería la compañía perfecta para una noche en la que hacía
gala de una libertad sin precedentes. Bailábamos, reíamos, soñábamos, cantábamos
sin preocupaciones, quizá con el corazón embolatado, pero al fin y al cabo,
libres.
Después de unos días me
invitó a salir, no pensé que iba a quererlo para más que una de esas amistades
que le hacen las horas más amenas a sirenas soñadoras como yo. Hablamos de
unicornios, de rainbow brite, y de los recortes de imágenes que teníamos para
atraer los tantos planes que cada uno quería llevar a cabo.
Tenía los ojos más
profundos que he visto, sus manos parecían haberlo vivido todo y aún así rozaban
con la misma suavidad de un niño, y sus labios... hmmm sus labios. Era apasionado
y sus palabras cargaban ternura y un EROtismo difícil de explicar.
Nos dimos cita una semana
después en la montaña tropical más alta del mundo, ahí, más cerquita a las
estrellas. Nos prohibimos prohibir y
dimos rienda suelta a la libertad en su máxima expresión. No pensé que ese
mágico escenario, y su cuerpo perfectamente encajado al mío, me iba a hacer quererlo
para más que un encuentro loco, furtivo y apasionado.
Pero poco a poco las
palabras tímidamente se iban dilatando y las fuimos sustituyendo por miradas; nos
miramos, hurgando hasta adentro, con ojos de posible futuro. Y ahí estaba yo,
desarmada, aterrorizada, empezando a quererlo.
Empecé a quererlo para reir
con su humor negro, para escuchar su risa con mis ocurrencias, para descubrirlo,
para saborearme sus besos, para disfrutar su “lomo al trapo” y sus langostas
improvisadas, para que me acompañara aún en mis otros mundos, para escucharlo
aún cuando no dijera nada, para que me hiciera su princesa.
Es una fuerza mágica que se
ha apoderado de mí; de mi cuerpo, de mi ego, de mis días. Yo lo llamo Eros, sí,
ese ángel desnudo, hijo de Afrodita y Eres, que no conoce de lógica ni de
razón, no entiende de pasados, no avisa su llegada ni advierte su partida.
No lo esperaba, ya me había
acostumbrado a su invisible presencia y sus torpes disparos hacia el vaso que
llevaba en la mano, a su flecha que despeinaba mi cabello, a todo cuanto
apuntaba, menos a esa parte que nos vuelve tan vulnerables y nos hace más difícil
nuestro ejercicio de libertad.
Y aquí estoy queriéndolo para
vivir intensamente, para que desafíe mis miedos, para creer que es posible, para
animarlo en los días de mierda y apoyarlo con mi optimismo, para pellizcarlo y
joderlo en las noches, para que me inspire nuevos escritos, para extrañarnos,
para deleitarnos en nuevos placeres, para abrir nuestros mundos y para que
seamos libres, juntos.